Tiro de Chorro/ Por Edgardo Mendoza Guerra.
La semana anterior, el cachaco más vallenato del mundo, -como le decían algunos amigos políticos y bohemios-, se marchó. Un hombre con el alma llena de los ríos Guatapurí y Badillo fue a despedirse frente al mar caribe, en Cartagena por ese raro capricho del destino. Carlos Alberto Atehortúa, sin duda, fue un referente en nuestra cotidianidad periodística, un hombre cargado de motivos, pasiones, recuerdos y errores que en resumen y al fin, somos los seres humanos.
Un comunicador integral. Llegó a estas tierras cuando el departamento del Cesar quería nacer y se fue cuando el ente territorial, que ayudó a construir, está enfermo, aunque si su clase dirigente se propone y quiere salvarlo, no es tan difícil. El solo hecho de dejar o disminuir un poco ese interés personal y grupal del poder, las solas ganas de pensar en una sociedad con esperanza, sin desempleo, inseguridad y ponerle afecto a esta tierra, la cosa mejora. Hay demasiado intereses personales y pocos colectivos, pero esa es otra historia. Hoy los gobernantes hablan contigo, pero te recuerdan tres y más veces que dizque los atacaste en campaña.¡Por Dios!
No soy de la generación de Carlos Alberto, sino un simple alumno del periodismo vallenato, hoy más que nunca lleno de tonterías y facilismo. De inmediatez de información, pero cero en análisis, investigación y denuncia. Con escasas y salvadas excepciones, algunos se atreven, pero son otros tiempos. Otra gente. Carlos llegó cuando el Cesar olía a algodón, y ganados, vio sus frutos y sus fracasos. Nació con una clase dirigente pujante y fuerte, pero al igual fue testigo de sus peleas y diferencias, algunas de las cuales, ya sin estar los protagonistas vivos, sus genes siguen peleando en otras gentes. Rara herencia de la vallenatía.
Con Carlos, hablamos en ratos de parrandas silvestres, y nos hicimos amigos. Anécdotas, recuerdos, libros, poetas y cuentos del Valle y de la vida, fueron nuestras conversaciones. Simplemente me decía… A ver Gozón—así me llamaba—cuéntame de esos amores con Lola Pavajeau, y ahí comenzaba una charla interminable de tragos y música que si comenzaba en la mañana, la tarde pasaba desprevenida y la noche llegaba sin inquietarse. Pasó muchas veces en lugares normalitos y simples, cualquier tienda de esquina cañaguatera con cerveceros llenos de sed, o en las orillas del Guatapurí, cuando había crecido la noche anterior. Generalmente acompañado de algún pequeño grupo de colegas, para reírnos de nuestras propias tragedias y nuestros pequeños triunfos, ya que la sociedad pocas veces lo reconoce, entonces los celebrábamos nosotros. Porque no?
Carlos siempre fue de palabra encantadora, de frase directa, de idioma pulcro, de lector apacible, de cultura alta. Al venir de la fría Bogotá y bajo el cielo de su tierra manizalita, con una formación universitaria como estudiante de derecho, la diferencia entre los empíricos periodistas nuestros, era superior, éstos tenían vocación y ganas, Carlos además trajo academia y verbo, que siempre es notable hasta en la forma de caminar.
En los últimos años, él y un grupo de amigos formamos el “Club Bololó”. No es gran cosa, ni generen amigos lectores, tantos pensamientos. Una tiendita cualquiera, una paisa habladora, consentidora y algo pícara, junto a unos árboles con patio y cinco personas repitentes que se sientan a hablar paja para matar los ratos. A veces el día completo.
En Radio Guatapurí, madre y rectora de la radio en el Cesar, su voz siempre fue decisiva, altiva, valiente, pero también en tiempos electorales debía ser incisiva, rabiosa, indolente contra los contrarios y consejera luego de las batallas y mientras que los dedos teñidos de rojo, esperaban secarse. O mientras otra tinta superior los secaba rápido para volverlos a introducir al frasco; así fueron nuestras elecciones, nada ha cambiado, solo que hoy son electrónicas y los “paquetes electorales” se compran a precios mayores y a grandes escalas. Acaba de suceder a la vista de todos. Las mochilas son tiempos antiguos.
A Carlos también lo escuchamos mil veces en la Voz del Cañaguate, con su testimonio 24, claro ejemplo de noticias y debates. En Radio Valledupar y Radio Reloj, dio palo y seco, y ni que hablar de sus comentarios vallenatos en cada espacio. Su amistad con los maestros Rafael Escalona y el Pintor Molina, fue sin límites. Era el Valle aquel de parrandas, amaneceres y lunas, donde las guitarras y los acordeones aprendían los versos en las gargantas llenas de rimas y de tragos. Era la misma vida del Valledupar, donde los obispos eran obispos y los sacerdotes junto a los jueces dominaban el sentir y el comportar del pueblo.
Carlos se llevó en la mente y en el alma tantas historias del pueblo vallenato. De una sociedad, que a veces brinda flores cuando eres instrumento útil, y luego te abandona, cuando gana cada cual su batalla individual. En los últimos 45 años, Atehortúa fue su testigo, acompañó sus luchas, festejó sus triunfos, lloró sus derrotas. Pero también es justo reconocerlo, gozó sus risas, abrazó sus éxitos y vio su derrumbe sin poder evitarlo. Así es la historia.
Las generaciones actuales del periodismo, tal vez no lo conocieron. O tal vez no quisieron conocerlo, como a todo lo viejo. Piensan que esos veteranos, esos vejestorios como suelen llamarlos casi despectivamente, fueron nada, pues hoy, con media hora de internet, cinco de Facebook y mil twitter al día, sin saber nada, lo anuncian todo. Algunos de la actual generación ni conocen los libros! Pero, eso sí son los pavos reales del poder. Y los mandatarios a quienes sirven, son felices. Señores hoy son otros tiempos y ya.
Rindo finalmente a la memoria de un periodista, un maestro en su oficio, de la bohemia y de la amistad, un brindis por los buenos ratos que gozamos. Ayer en las orillas del Guatapurí, que se secó de propio para no tener que recibir sus cenizas y transportarlas sin clemencia, él también quería se quedara aquí, al menos otros años. Toda aquella sociedad vallenata que por lustros aprovechó su voz y sus virtudes para ganar batallas de intereses, ni siquiera fue a acompañarlo en su despedida. Es más, dudo que estén enterados de su partida, mientras él, si estuviera aquí, en cada momento de iglesias y duelos, acompañaba a sus deudos como propios. Inmensa paz en su tumba, si tus amigos viejos te olvidaron, los nuevos—permítanmelo por favor—te recordaremos por muchos años.



